Con criterio
28 de octubre de 2016

Abolición de la pena privativa de la libertad: una discusión inminente

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¿Por qué unos hombres se creen con razón y

 fuerza moral para encarcelar a otros hombres?”

Resurrección-León Tolstoi

 

Sobre la necesidad de retomar y reforzar el debate abolicionista de la pena privativa de la libertad, particularmente en América Latina, hay que decir que el abolicionismo penal es desde hace varios años una reflexión sobre todo académica anclada en una explicación política del fenómeno de la criminalización y sus consecuencias. Tiene tanta fuerza argumental y se inscribe de manera tan intensa en las realidades de la cotidianidad “ciudadana”, que bien podría ser una propuesta de Estado y de sociedad con pretensiones humanísticas, en el marco constitucional de un Estado Social y Democrático de Derecho.

 

Las funciones declaradas de la pena privativa de la libertad desdicen de su real necesidad y de su inspiración. La pretensión resocializadora, o la prevención especial o general, no se han podido alcanzar. A su vez, las funciones no declaradas de la misma sí permiten explicar su existencia. La pena privativa de la libertad es la expresión de poder de los sectores dominantes, y sirve como instrumento de canalización de sentimientos colectivos relativos a conceptos tan complejos como la seguridad, la justicia, y la democracia.

 

Un cambio de discurso es inminente. Hay que pasar de un sistema, de una política criminal y de un imaginario colectivo que entiende el delito como conducta aislada de unos cuantos individuos “antisociales”, a uno que asuma el delito como producto de insondables conflictos y fracturas sociales sin resolver. Es precisamente el sistema penal, como está concebido, el que plantea que la intervención en la expresión criminal termina una vez se judicializa a los sujetos, desconociendo la criminalización terciaria o fase de ejecución penitenciaria, siendo esta última la fase en la que se supone se concreta la finalidad esencial del régimen penitenciario: “garantizar el mayor nivel de resocialización posible de los reclusos”.[1]

 

Al referirnos al abolicionismo penal debemos diferenciar entre el sentido estricto y el sentido amplio del término.  El primero se refiere a la abolición de un aspecto específico del sistema penal. Así, por ejemplo, la abolición de la pena de muerte. En el abolicionismo en sentido amplio, se trata del sistema en conjunto, porque es considerado como un obstáculo social en sí mismo y, por lo tanto, la abolición total del sistema aparece como la solución adecuada. Hoy me referiré al abolicionismo de la pena privativa de la libertad, es decir, al sentido estricto. Cabe aclarar que no pretendo desechar la discusión sobre la abolición del sistema penal en su totalidad, que también  entiendo válida y trascendental.

 

Según Demetrio Crespo “Abolicionismo” es el nombre que se da a una corriente teórica y práctica que efectúa una crítica radical al sistema de justicia penal y plantea su reemplazo.  Cohen, por su parte, plantea que el abolicionismo es producto de la política contractual de los sesenta que dio origen al radicalismo cultural de la teoría del etiquetamiento, como a la criminología crítica. Inclusive más allá de la problemática interaccional del estigma y de la identidad, se entendió el delito como forma de control social.

 

La crítica a la pena privativa de la libertad es casi contemporánea a la prisión misma. Ocurre que la cárcel y la pena privativa de la libertad son las formas represivas implementadas por los Estados y las sociedades para responder al fenómeno delincuencial. Lo paradójico del asunto es que ni en América Latina ni en ningún lugar del mundo la pena privativa de la libertad ha sido declarada como el mecanismo idóneo, o por lo menos exitoso, para contener la criminalidad.

En nuestro medio la impunidad oscila entre el 95% y el 99%. Saber esto basta para comprender que es una falacia asumir que en las cárceles están privados de la libertad quienes cometen delitos.

 

Ahora bien, imaginémonos sólo por un momento, qué pasaría en nuestro medio si de cada 100 delitos que ocurren no se sanciona con pena privativa de la libertad entre el 1% y el 5 % sino ninguno; ¿cambiaría en algo? O mejor decir, ¿en algo realmente significativo para el conjunto de la sociedad?

 

Resolver ese interrogante nos permite entender la necesidad de darle espacio a la discusión respecto de cuánto significa verdaderamente la pena privativa de la libertad como respuesta del frente a la expresión delictiva. Así planteado el tema, contemplar el debate parecería casi un exabrupto en un medio como el nuestro, en el que se ha propugnado siempre porque el Estado desarrolle políticas judiciales tendientes a fortalecer la pena privativa de la libertad para alcanzar la tranquilidad social y responder a la idea de justicia que tiene el conglomerado en mente. Un ejemplo claro es el resultado del reciente plebiscito, en el que aparentemente, o por lo menos en la versión oficial, los del “no”, entre otras, estaban en desacuerdo con la impunidad que consideran que  engendran los sistemas transicionales de justicia porque no se erigen sobre la pena privativa de la libertad como piedra angular.

 

En Colombia, al tiempo que se impone el populismo punitivo, expresado en el aumento desproporcionado de las penas y de tipos penales, el hacinamiento alcanza niveles exorbitantes y la delincuencia en las calles permanece latente y se agudiza.  Eso explica la inutilidad de la pena privativa de la libertad pues la realidad muestra cuál es la correspondencia entre el aumento de las penas y la disminución de las conductas delictivas.

 

En suma, la discusión sobre el abolicionismo es necesaria y oportuna en nuestro continente. El fenómeno de la criminalidad es una enorme preocupación para los ciudadanos, tal vez más que los asuntos económicos, o aquellos relacionados con la paz y el progreso o, en general, todos aquellos que se supondrían destacados en la agendas nacionales.

 

Ahora, el estudio de esta corriente de pensamiento abolicionista debe tener su contracara en el desarrollo de ideas que puedan ser llevadas a la práctica respecto de las alternativas -sin acudir a la exclusión social- que puede ofrecer la sociedad y el Estado para enfrentar tanto la delincuencia como las condiciones que la determinan, si es que debe enfrentarla o simplemente prevenirla.

 

Es en este momento de convulsión social donde toma mayor sentido el aporte abolicionista, en la medida que critica de manera implacable la estructura cruel y despiadada del sistema penal produciendo, en palabras de Cohen, “una visión del mundo sensibilizadora que sacude la esclerosis de las formas y los discursos jurídicos tradicionales”. Es este desgaste evidente del sistema penal, lo que nos obliga a reflexionar sobre la utilidad de la pena privativa de la libertad en un marco de tremendas desigualdades e injusticias.

 

América Latina vive actualmente una etapa histórica de transformaciones de las estructuras políticas inspiradas por una presencia ciudadana demandante de derechos. Es necesario poner sobre la mesa la idea de que la dignidad y el ejercicio de derechos ciudadanos son las condiciones sin las cuáles se hace ilegítimo reprochar las conductas que defraudan las expectativas sociales. El escenario es propicio para que se dé la discusión acerca de la abolición de la pena privativa de la libertad con el propósito de redefinir el fenómeno social y político de la criminalidad, y reivindicar al hombre y sus circunstancias.

 

Valdría la pena pensar hipotéticamente  en que todos los delitos fueran sancionados con  prisión perpetua o pena de muerte y preguntarnos: ¿Desaparecería entonces el fenómeno delincuencial?


[1] Sentencia T-1190 de 2003