Con criterio
12 de septiembre de 2016

Las cárceles colombianas, el ajado reflejo de un país sin derechos

"Una sociedad no puede juzgarse por la manera en que trata a sus ciudadanos más ilustres, sino a sus ciudadanos marginados; entre ellos, por supuesto, las personas que están recluidas en prisión". Corte Constitucional, Sentencia T-388 de 2013.

 

Una mirada a las cárceles colombianas muestra que las puertas de la prisión están abiertas para que ingresen quienes encontraron cerradas las puertas del sistema educativo y el sistema productivo. En las cárceles colombianas viven más de 120.000 personas, nueve de cada diez pertenecen a estratos cero, uno, dos y tres, y el 40% son jóvenes menores de treinta años. Apenas la mitad de la población carcelaria tiene estudios de bachillerato y solo el 3% posee estudios de educación superior (Ver Infografía). Esta tragedia tiene como telón de fondo una política educativa que reproduce la desigualdad y un aparato productivo desmantelado en el que el subempleo y el desempleo son la norma, y como corolario una política criminal encaminada a castigar mediante el aislamiento y el trato cruel e inhumano, a quienes han sido marginados por la sociedad.

 

La política criminal colombiana es un calco a menor escala del Estado colombiano, es un fractal. La composición y carencias de la población carcelaria son el reflejo ajado de la sociedad colombiana. La ausencia de derechos es la norma dentro y fuera de la prisión, al punto que la simple garantía de un derecho puede convertir en privilegiados a algunos frente al resto. No podría ser de otra manera, al final de cuentas, el mismo Estado que niega derechos como la educación superior a la mayoría de sus ciudadanos libres es el encargado de “garantizar” este derecho a quienes están en prisión.

 

A propósito del derecho a la educación, por fuera de la cárcel la cobertura en educación superior apenas alcanza el 47%, las tasas de deserción superan el 50% y quienes logran culminar sus estudios se enfrentan a un mundo laboral en el que siete de cada diez jóvenes deambulan entre el desempleo y el subempleo. (Ver ¿Una generación en riesgo de perderse?)

 

El argumento que justifica la existencia de las cárceles es el llamado mito de la resocialización, según el cual la expiación de las culpas de los penados mediante la perdida de la libertad tiene como propósito resocializar a los descarriados a través la educación, el trabajo y la enseñanza. ¡Vaya paradoja! Quienes no han tenido acceso a los derechos prometidos por el Estado son aislados de la sociedad y sometidos a todo tipo de negaciones, pero eso sí, todo con el propósito de que sean resocializados.

 

En Colombia no existe evidencia empírica que señale que el aumento de la prisionalización tenga efectos en la reducción del delito. En contraste, aquellas sociedades que gozan de mayores niveles de bienestar para sus ciudadanos han demostrado que la garantía de derechos es la más exitosa estrategia de prevención delito, al punto que países como Holanda y Suecia han comenzado a cerrar sus cárceles por falta de presos.

 

Analizar la política criminal como un elemento autónomo e independiente de los valores que rigen la sociedad y desligar dicho análisis de asuntos como el carácter del Estado y su contexto histórico constituye un ejercicio miope. La política criminal está ligada de manera inseparable al tipo de Estado que la define, esto es, los intereses y los valores que lo orientan. En su obra Pena y Estructura Social, Rusche y Kirchheimer lo sintetizaron así: “El sistema penal de una sociedad determinada no constituye un fenómeno aislado sujeto solamente a sus regulaciones normativas, sino que es parte integral de la totalidad del sistema social con el que comparte sus aspiraciones y defectos.”.

 

 

* Investigador del Centro de Investigación en Política Criminal, Universidad Externado de Colombia. Politólogo y Magister en Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la Universidad Nacional de Colombia.