Con criterio
7 de septiembre de 2016

El día en que conocí el infierno

Esta es mi experiencia de un día vivido en el infierno. Es por ello que debo citar una frase de uno de los compañeros que entrevisté, que me dijo que “la cárcel no se la deseo a nadie, ni a mi peor enemigo, porque esto es horrible

Todos nos encontramos en la Universidad. Hacía frio, y todos, o bueno, la mayoría, permanecíamos expectantes. Íbamos 5 personas, 4 estudiantes (de los cuales una ya había estado en la cárcel) y la Dra. Marcela Gutiérrez. Después de una corta espera llegaron por nosotros. Un carro BMW viejo, pero en óptimas condiciones, fue el vehículo que nos llevó a las puertas del infierno. En el camino todos estábamos ansiosos, preguntándonos con qué nos íbamos a encontrar cuando llegáramos a ese lugar del que todos hablan, pero que muy pocos viven.

 

Al llegar nos tocó pasar por unos “filtros” en donde nos requisaron y nos dieron ciertas indicaciones. Nos llenaron de sellos en los brazos, nos pidieron las cedulas e incluso nos hicieron poner la huella. Finalmente, después de ese largo procedimiento, logramos ingresar a la cárcel La Picota, ubicada en la ciudad de Bogotá. Nos acompañó un personaje importante del INPEC a nivel de la cárcel, en un primer momento, a hacer un pequeño recorrido por los pasillos de ese repudiado lugar. El recorrido fue corto, pero se me hizo eterno, sentí que caminé por horas. A cada paso que daba me sentía más impactado por todo lo que veía y se vivía allí.

 

Pasamos primero, en nuestro recorrido, por unos patios. Con posterioridad pasamos por un lugar en donde estaban haciendo aseo, y entramos a la cocina. Este lugar tenía un olor a plaza, nos encontramos con bultos de comida: de carne, de papa, de cebolla (que era el olor más impregnante). Finalmente, y después del recorrido llegamos al patio #5. Nos recibieron unos trabajadores del INPEC que estaban requisando a unos personajes que parecían haber recién ingresado a su hogar por los próximos meses, años, décadas. Se encontraban ellos en condiciones absolutamente indignas. Uno de los requisados estaba con unos boxers rojos viejos y sin camiseta, temblando de frío. El siguiente, en pantalón y sin camiseta y, por último, uno que se encontraba ya vestido. En ese momento preciso, escuché a uno de los guardias diciendo “¿Y usted porque está aquí?” en un tono desafiante, a lo cual respondió con agresividad “por la delincuencia que se vive en cada rincón de este país.”. Una vez adentro del patio quinto viví en carne propia, así hubiera sido unos instantes, lo que es estar en el infierno. Los presos de dicho patio hablaban todos en voz baja, sumisos ante el excesivo poder de los guardias del INPEC, con jerga carcelera, fumando gordo (marihuana). Abandono, condiciones indignas, tensión y miedo fueron las primeras palabras que se me vinieron a la mente. Se alcanzaban a entrever las condiciones tan poco humanas en las que vivía diariamente esta gente, delincuentes, hampones, como los quiera llamar, pero gente al fin. Nos adentramos aún más en el patio, en donde se nos acercó gente a pedirnos ayuda: “¿Son ustedes protectores de DDHH? ¡Ayúdenme!” a lo cual, con gran impotencia tuve que rehusarme, por no haberme graduado aún de la Universidad.

 

Entramos entonces al pabellón de los mayores, los adultos de la tercera edad, para encontrarnos aún con más sorpresas, y aún más violaciones de DDHH. Un pasillo mínimo, y unos “cuartos” que desaparecían de lo diminutos, en donde debían dormir tres personas. Pero eso no era lo peor, ya que esas tres personas que dormían en los “cuartos” eran privilegiados, a los demás les tocaba dormir en unos colchones que debían alquilar, colchones viejos, acabados de tanto uso, pero colchones a fin de cuentas, porque de lo contrario les era imperativo dormir en el sucio y frío suelo.

 

Al salir del patio, nos dirigimos con unos presos a una tertulia literaria. De lo más lindo que he vivido. Gente absolutamente agradecida y con ganas de aprender, de salir adelante. En medio de ese infierno, surgía algo de vida, algo de esperanza. Estuvimos con los compañeros hablando de hadas y de historias, y después nos dispusimos a hacer unas entrevistas, entrevistas que, cada una de ellas, me rompieron el corazón, me lo ablandaron, hasta el punto que casi me derrumbo. Ustedes no se imaginan lo duro que fue mirar a cada uno de los presos a la cara para evidenciar que, por mucho que sonriesen, en los ojos se les veía el dolor, el vacío y el abandono que viven día a día en ese infierno. Sin embargo decía para mis adentros ¿Cómo voy a derrumbarme yo, si esta gente, viviendo en semejantes condiciones, no se ha derrumbado?, y entonces me mantuve fuerte, escuchando y tratando de anotar cada detalle que me contaban los compañeros, de cómo eran las condiciones de la cárcel, de cómo se vivía allí dentro, o por lo menos, de cómo se intentaba hacerlo. Me contaron incluso que, al interior de cada patio, existían comités de convivencia, comités que los formaba el más fuerte del patio, e imponía los manuales de convivencia y las sanciones.

 

Finalmente logré salir, sin mayores inconvenientes, de ese lugar. Me fui extenuado, agotado, impotente, como si ese extraño y asqueroso lugar me hubiera comido entera la energía, pero me fui. Salí y lo único en lo que podía pensar es que todas aquellas personas debían permanecer en ese infierno por quién sabe cuánto tiempo, aguantando golpizas, corrupción y abandono, tanto por los agentes del Estado, así como de sus propios compañeros.

 

Esta es mi experiencia de un día vivido en el infierno. Es por ello que debo citar una frase de uno de los compañeros que entrevisté, que me dijo que “la cárcel no se la deseo a nadie, ni a mi peor enemigo, porque esto es horrible. La cárcel no es para todo el mundo”. O como me lo dijeron los otros dos a quienes entrevisté “la cárcel es un infierno” y sí, tenían razón, los centros penitenciarios no son más que un infierno para los vivos.

 

Por lo anterior, debo expresar que me sentí impactado al entrar al pabellón y al patio. Hay una violación de todo tipo de derechos absurda. ¡Hacen sentir a esta gente como la peor basura, cuando en realidad son humanos! Humanos que se equivocaron y que están pagando por ello, pero eso nunca será una forma de pagar. Usted puede ser el criminal, el peor delincuente del mundo, pero nadie, nunca, se merece vivir en las condiciones en que vive esta gente. Hacinamiento exagerado, abandono estatal por completo, falta de garantías, inasistencia de salud, falta de educación. Con esto es evidente que los fines de la pena no se están cumpliendo en lo absoluto, ya que, se supone que un delincuente debe ingresar a la cárcel para ser resocializado, puesto nuevamente en la vida en sociedad. Sin embargo, con la exclusión, el maltrato y las condiciones en que viven es imposible pensar que un fin de estos se va a cumplir. Creo yo, después de esta experiencia, que debe replantearse el tema de la cárcel como pena, ya que, en mi consideración, no se cumplen sus fines últimos con ésta.

 

* Estudiante de cuarto año de Derecho, Universidad Externado de Colombia.