Tertulia en la cárcel
21 de mayo de 2018
Levantando las ruinas
El siguiente es un fragmento de Anotaciones a la Libertad II. El original fue escrito por el interno Dagoberto Pinto (Seudónimo).
Lo que esperas es lograr sacarle algo de provecho al
día que comienza. Tienes la esperanza de que éste no
termine siendo lo que fueron otros: rutina y tedio, pero
es inevitable que en el primer recorrido por el pasillo
aparezca un compañero vociferando su inconformidad y
sembrando en el aire la ramazón de espinas que terminará,
seguramente, por arruinarlo todo. De ahí en adelante
la batalla se da contra ese pensamiento, contra ese
insistente augurio, por eso no es raro que veas a quien,
andando de un lado para otro, gesticula queriendo quizás
derribar al cuervo de sombras que le aletea en la cara.
Luego de ir al baño, lavarte los dientes y saludar a un
par de amigos regresas a la celda, acomodas las cobijas
y alistas el menaje para esperar el llamado a desayunar.
Si en el pasillo la televisión está encendida y sintonizando
el noticiero, esto no te ayudará, porque, como cada día, la
corrupción ocupará la primera plana y no faltará el senador
que, con eufemismo y lenguaje tautológico, intentará
decir que el asunto no es tan grave y que la solución definitivamente
no es aumentar las penas para los corruptos.
Esto despertará tu indignación.
Al primer llamado para el desayuno te diriges al lugar
de reparto para recibir un vaso de algo que el Estado
ha pagado como leche, pero que a ti llega reducido
a agua blanqueada e insípida. Recibes un pan (si tienes
suerte) o una arepa congelada (si no la tienes), una lonja
de mortadela o un caldo (si no tienes suerte) o una rebanada
de queso y fruta [si la tienes]. Luego esperas que
llegue la guardia entrante, que cuenten para salir hacia
los lugares de descuento donde se puede respirar un aire
menos denso, pero no. Después de la contada entra la
estampida: docenas de ellos, armados con perros, martillo,
cinceles, detectores de metales y con escudos que
seguramente estropearán más que tu ánimo. Todos somos
llevados a la parte trasera del patio, reducidos a la
mera ropa interior y requisados por uno de ellos que te
mira despectivamente, como quien trata de inducirte a
una delación, pero tú no sabes nada y cumples sin sobresaltos
con lo que se te ha ordenado. No puedes correr el
riesgo de responder a la mirada insultante y a los gestos
despectivos de la misma manera, porque te expondrías a
la reprimenda y no sería algo digno de recordar.
Luego, cuando termina la requisa de los reos, ellos suben
a los pasillos a ultrajar nuestras pertenencias. Sin el
menor cuidado han mezclado el jabón en polvo con los
alimentos, han regado la crema de afeitar sobre la ropa,
se han comido tu tarro de salchichas y se han tomado tu
gaseosa, así que te dejan sin provisión para mañana sábado,
ya no tendrás qué ofrecerle a tu hermano que viene
a visitarte después de cuatro años de no verlo. Cuando
ellos salen del pabellón, subes y, al asomarte al pasillo,
no sabes si llorar o reír de la impotencia. Todas tus cosas
ruedan por el piso confundidas con las pertenencias de
tus compañeros y muchas de ellas, después del tsunami,
quedan inservibles, así es que te das cuenta de que el mal
presagio no era infundado y efectivamente este no fue un
día de paz en medio de la gran tormenta que vives. Lo
más difícil de entender es por qué arruinaron tu antología
de poesía colombiana; te resulta inexplicable la tronera
que le hicieron a la ducha dejándola inservible, quieres
maldecirlos, llamarlos perros hijos de perra, pero no, tu
corazón amante de la doctrina de Jesucristo no puede
dejarse empujar por la ira y continúas recogiendo de entre
los escombros tus pertenencias. Llegas al punto de no
poder contener tus lágrimas cuando descubres la camiseta,
que te regaló la mujer que amas, arruinada porque
en medio de la refriega algún clavo rasgó su cuello y la
dejó apta para trapo de limpiar. Tú, que en ella veías la
ternura de tu mujer reflejada, no entiendes nada, te sientes
humillado, pordebajeado, pero debes continuar, no se
te puede olvidar que estás preso y que aquí, quizás solo
aquí, no le importas a nadie.